La violencia siempre ha sabido adueñarse de las imágenes. El arte integra la violencia, no la rechaza, contemporiza con ella. Desde Lascaux hasta Picasso, la violencia hace aullar a la piedra y a la luz. Pero es para fijarla, para retenerla, para desplegarla en unas formas y en un tiempo que permitan comprenderla. Precisamente porque ella fascina, la violencia no puede ser filmada directamente, sino reflejada, formateada mediante el rodeo de un arte. El autor de El hombre que mató a Liberty Valance no hizo, toda su vida, otra cosa que filmar situaciones violentas. Sin complacerse en ellas, inscribe la violencia en un tiempo, el del wéstern, el del cuento, y la aprehende a través de la mirada de los hombres que han de desbaratarla, que han de responder a ella. Responder a la violencia es inventar una palabra justa, una palabra que hace ley. El cine de John Ford es esa palabra. Vale tanto para la supervivencia de una civilización como para la vitalidad de un arte que sería urgente redefinir como una respuesta posible a la fascinación de la violencia.